lunes, 9 de abril de 2012

UNA TARDE DE PARQUE

Estaba totalmente absorta en mi libro, con la espalda apoyada en un árbol que el encargado de conservación del parque me había dicho que era un Carballo (roble, para los no entendidos). El aire mecía con suavidad mi pelo, descolgando con frecuencia un mechón sobre mi frente que me impedía leer, y que yo colocaba suavemente detrás de mi oreja para intentar que no se moviera.
En la historia que me tenía totalmente ensimismada, una chica, en sus orígenes modista, corría para salvar su vida, por las vías férreas de Portugal, por dedicarse a cuestiones de espías en la época de la postguerra española, allá por el año 40 más o menos.
Cuanto más peligro corría la protagonista, más rápido leía yo, como si por el hecho de llegar antes al final de la página, tuviera alguna opción de ayudarla a salvarse. Como si su futuro dependiera realmente de mi ligereza visual y comprensiva.
De pronto cuando ella tenía que saltar del tren y mi corazón latía a toda velocidad, un niño de unos 4 años me dijo “hola”, tan cerca de mi oído, que hizo que mis latidos se pararan de golpe y mi cabeza girara como si de un mecanismo con resorte se tratara. Evidentemente, en medio de todo el susto, no tuve ni tiempo de cambiar la cara, con lo que el niño, tras mirarme unos segundos, salió corriendo como alma que lleva el diablo gritando a todo pulmón: ¡PAAAPAAAAAAÁ!
Cuando recuperé los latidos normales y pude desencajar la cara tras el susto, decidí darle un tiempo de descanso a la protagonista de mi libro (que debía estar agotada de tanto correr) y acercarme al padre de la criatura para dar alguna explicación a la extraña situación que se había producido hacía un momento.
Mientras caminaba hacia el papá y el niño, que estaban situados de espaldas a mí, iba recordando un chiste que no viene al caso, pero que me hacía pensar en qué respuesta darle si el papá en cuestión, intentaba echarme una reprimenda por la forma de tratar a su hijo.
Hubo suerte y no tuve que dar ninguna explicación. Primero, porque el papá, como buen adulto, pidió disculpas por la inesperada intromisión del pequeño, dando así ejemplo al crío y, segundo, porque al mirarnos fijamente a la cara no tardamos más de un instante en reconocernos.
Habían pasado varios años. Justo esos años en los que la gente cambia más. Pero a pesar de que las canas habían empezado a aparecer en sus sienes, de que su cabello no era tan abundante como antaño y su figura había dejado de ser la un atlético digno de asistir a unas olimpiadas, aún quedaba en su mirada ese brillo especial que trasmitía tranquilidad a todo aquel al que se dirigía y que lo hacía único.
Supongo que al igual que yo percibí en él los estragos de los años, él también debió percibirlos en mí. Con la diferencia de que él, como un auténtico caballero, pronunció esa frase tan socorrida que te hace quedar como un señor: “Dios mío, cuanto tiempo, estás mejor que nunca”.
A mí, poco amiga de los imprevistos y sorpresas, se me hizo un nudo en la garganta que me impedía pronunciar ni una sola palabra. Después de balbucear un par de veces, pareciendo que me acababa de dar una parálisis, me salió un “¿este niño es tuyo?” que resonó en mi cerebro con bastante eco. Inmediatamente pensé: “Dios mío, lo he dicho en voz alta”.
Durante unos instantes, por mi cabeza atravesó un torbellino de pensamientos que tendían más a provocarme un mareo que a estabilizar la situación. ¿Por qué los demás podían aparentar normalidad y tranquilidad (fingida o no) mientras mis nervios afloraban dejando ver claramente mi descontrol sobre la situación? ¿Qué hacía él allí? ¿En qué momento se convirtió en papá? ¿Dónde estaba la mamá de la criatura? ¿Por qué en una ciudad de más de cuatro millones de habitantes tengo que encontrarme justo con él? ¿Por qué no se abre la tierra en este momento y desaparezco? ¿Quién me mandaría a mí venir a dar explicaciones a nadie con lo bien que le iba a mi protagonista saltando del tren? ¿Qué es lo siguiente que tengo que decir para intentar enderezar un comienzo del reencuentro tan desastroso? ¿Y si está separado? O a lo mejor ya es viudo. No, por favor, como puedo ser tan cruel, pobre criatura.
Ordenando y priorizando mis ideas y sentimientos, conseguí empezar un conversación bastante coherente, dadas las circunstancias.
Las típicas preguntas surgieron con naturalidad, ya por ambas partes, y las típicas respuestas se fueron sucediendo como si de un guión de cine se tratara.
No era lo que más me apetecía, pero era lo más recomendable si no quería volver a estar en tierras movedizas; por lo que después de un número adecuado de preguntas y respuestas y un par de gracias al retoño que lo acompañaba y causante de toda aquella situación, opté por despedirme y volver por donde había venido, para retomar mi interesante lectura y hacer como si aquel paréntesis no se hubiera producido nunca.
Un par de besos y un abrazo pusieron el punto y final a ese encuentro que difícilmente podría calificar.
La vuelta a mi árbol vino acompañada de muchas sensaciones, pero ninguna de ellas era la tranquilidad. A partir de ahí, daría igual con qué tarea intentara olvidar lo sucedido, esto permanecería en mí durante unos días. Con más intensidad al principio para ir desvaneciéndose poco a poco hasta que quedara guardado en mi baúl de los recuerdos.
Los cuentos de princesas no existen, pero el que un día fue mi príncipe azul, hoy vive feliz con otra princesa y a su bebé principito se le ve muy alegre. Y aunque a Julia Roberts le siente genial el papel de bruja y malvada madrastra, no todas podríamos estar a la altura. No es bueno desmontar la vida de nadie ni dejar que desmonten la tuya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario