Cuando limpio el polvo de mi casa, cosa que sucede
con la frecuencia justa, tiendo a recrearme en la limpieza de las estanterías
donde tengo libros. No sé como lo hago pero siempre hay algún libro que termina
saliendo de su sitio, como quien no quiere la cosa, y termina abierto en mis
manos mientras yo me acomodo en el suelo. A veces, sólo releo algunos párrafos,
otras veces algún capítulo completo y otras me deleito con algunos de los
objetos que van a parar a su interior y que inicialmente eran ajenos a las
historias allí contadas, como alguna antigua carta, una tarjeta de alguien, un
marcador de páginas que tiene mucho que contarme y cosas por el estilo.
El otro día, al abrir uno de ellos, “Mérida,
Perfiles del Pasado”, con la intención de volver a ver algunas de sus
fotografía, como la de mi pediatra, Don Manuel Sanabria, y releer algunos de
sus comentarios, como los de La Charca, una fotografía cayó de su interior sobre
mis piernas.
También era en blanco y negro y también me remontaba
al pasado. Supongo que la fotografía llegaría ahí de manos de mi madre, de
quien he heredado el libro. Debía rondar el inicio de 1973 y yo posaba sobre
una camilla, en casa de mis abuelos mostrando una feliz sonrisa. En aquellos
tiempos, yo vivía ajena a las preocupaciones, porque según cuenta mi madre y
hay constancia de ello por otras fotos, yo andaba sonriendo siempre.
Ahora, mirando la foto, me gustaría recordar que
pasaba en ese momento por mi cabeza, a quiénes miraba, quiénes estaban allí
haciendo algún tipo de gracia para que yo sonriera y se aseguraban de que yo no
volara desde lo alto de la mesa mientras mi madre hacía la foto, porque de eso
sí estoy segura, la que hacía la foto era mi madre. Todas mis fotos las hizo
mi madre.
Es una pena no recordar nada de aquello. Las
caricias de mi familia, los achuchones de mimo, el cariño extra de mi tata, la
suavidad de todo mi entorno, la cabeza de mi hermano mayor asomando por encima
de mi cuna y contestándole a mi madre que no estaba haciendo nada, que sólo me
miraba y que tenían en casa un bebé muy aburrido porque ni habla ni nada, y
otras tantas cosas hicieron de mi infancia unos años de disfrute para
todos, pero que sólo recuerdan los demás. Unos años de felicidad plena sin
recuerdo alguno, salvo fotos como esta, en las que aprendí a mirarme porque los
demás me dijeron que era yo.