Todo ha comenzado esta mañana, cuando un amigo ha
enviado por mensaje la fotografía de un delicioso bizcocho que acaba de sacar
del horno.
En la distancia, casi podía olerlo, pero me olía a bizcocho,
a tarde de domingo en torno al calorcito del brasero, a café, a charla y a
risas con amigos.
Ya se acabaron los paseos a la charca, las cenas junto
al agua y la conversación bajo un manto de estrellas hasta bien entrada la
madrugada. Ya es oficial, ha entrado el otoño.
Como el día pinta a lo que la estación manda, he
aprovechado que después de comer, no llovía, para dar una vuelta en bici:
caminos, el canal, las moreras y pasar por delante de las casas de verano que
ya han cerrado sus puertas hasta el año que viene.
Esto ha abierto un poco más la brecha de la
melancolía. Inagotables días de verano en los que transitábamos por esos
caminos e íbamos haciendo paradas estratégicas: en el canal para observar la
velocidad del agua en época de riego y los peces dejándose llevar por la
corriente (entonces, todavía había peces en el canal); bajo los árboles que
cuando tenían moras servían para saciar nuestro gusto y para manchar nuestra
piel y nuestra escasa ropa y cuando no, siempre nos servían para subirnos a
ellos y divisar el mundo desde, lo que a nosotros nos parecía, lo más alto posible.
Todos esos amigos protagonistas de las mejores
aventuras, somos ahora adultos, propietarios en muchos casos de aquellas casas,
y tan educados que cuando nos cruzamos en las entradas nos saludamos y sonreímos
como si guardáramos el mayor de los secretos: nuestras trastadas.
Por un día ha estado bien. Ahora toca cerrar un poco
la brecha, ya he comenzado el otoño como se merece, con su particular pincelada
de melancolía. Ya puedo decir que para mí ha empezado el otoño.