Al levantarme,
me sentía como Martin Luther King en su discurso “Tengo un sueño”.
La principal
diferencia entre este señor y yo es que a mí me invadía un ataque de egoísmo
que me proporcionaba una absoluta tranquilidad anhelada durante ocho años,
mientras el soñaba con igualdad de derechos.
Una persona sin
cara me abrazaba con energía y me susurraba al oído que todo iba a salir bien,
que estuviera tranquila. Sus palabras y sus brazos me prestaban el arropo
necesario en esos instantes de transición en mi vida.
A partir de
ahí, todo era normal, o por lo menos todo lo normal que hasta hace no mucho se
podía considerar.
Los comienzos
de los días se producían temprano para asistir a un trabajo que acometía con
ganas e ilusión. El final de la jornada resultaba reconfortante en el calor de mi
hogar.
Las reuniones
familiares, como casi siempre, resultaban agradables en mayor o en menor
medida, dependiendo de las ganas de discutir de algunos de los participantes,
(normalmente por cuestiones banales).
Las vacaciones,
sin grandes lujos, se planeaban con una cierta antelación, pudiendo distribuir
los días entre visitas a amigos, familiares y días para mí.
Las navidades
planeadas junto a la familia, nos proveían de alegrías y cabreos suficientes
hasta el año siguiente y el comienzo del nuevo año se esperaba con la ilusión de
que el año venidero fuera mejor y no con el miedo de que pudiera ser peor.
Los nuevos
nacimientos se celebraban con la alegría de una nueva vida y no con la
incertidumbre de qué será de esta nueva criatura.
Las batallas
con las inevitables enfermedades se llevaban a cabo con fuerza y sobre todo con
esperanza.
Vamos, lo
normal, lo que cualquiera podría desear y de lo que muchos podían disfrutar a
diario.
Ese es mi
sueño.