Hace unos días, mientras permanecía en la cola de mi entidad
bancaria, haciendo recuento de las tareas pendientes y con la mirada fija en
los variopintos carteles anunciadores de productos bancarios, dos señoras que
llegaban en ese momento, llamaron mi atención.
Una de ellas, con un considerable sofocón y pañuelo
en mano limpiándose la nariz, le comentaba a su acompañante: “Mi niño tiene tiroides. Y encima el médico
me lo dice así, con toda la tranquilidad del mundo y con el niño delante. Y va
y dice que no es grave. Como si tener tiroides no fuese muy grave y más en un
niño de su edad.”
Mi primera intención, con ánimo de disminuir el
sofocón, fue decirle que no se preocupara, que tiroides tenemos todos, que nos
viene de serie. Que posiblemente su hijo tendría alguna enfermedad relacionada
con esa glándula y que seguramente con el tratamiento adecuado no tendría más
consecuencias.
Tras mirarla unos segundos, me dije para mí: “Estate calladita, que todavía te vas a meter
en un lio y te van a contestar que si tú sabes más que los médicos. Y que eso
de que tiroides tenemos todos será porque yo lo diga”
Ante esa tesitura, mi tiroides y yo, terminamos de
realizar nuestras gestiones y nos fuimos a casa a por nuestro merecido
descanso, aunque en el trayecto de vuelta, de vez en cuando, pasaba la mano por
mi cuello, sintiéndolo, en ese momento, más que nunca.
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