Se ha acabado el mes de enero y el tiempo parece que
quiera empezar a pasar más rápido de lo que lo hace habitualmente, que no es
poco.
Me gusta vivir cada momento, pero a veces, el propio
entorno te envuelve y te hace perder conciencia.
Mirándolo de forma global, (que parece que sigue de
moda), no me gusta que acabe enero porque las fechas se van precipitando como
queriendo ser las primeras en llegar y van marcando unos períodos que anuncian
la llegada del siguiente.
Ya están aquí los carnavales; tras ellos viene la
solemne Semana Santa que precede, unas veces antes y otras después, al 1 de
mayo; aquí comienza la recta final del curso escolar, que al acabar, da el pistoletazo
de salida al verano. Éste pasa rápido entre fiscalidad y cuadre de vacaciones,
y cuando te quieres dar cuenta, los niños de vuelta al colegio y los mayores a
la rutina que marca el otoño. Ahí, entre la Hispanidad y los Santos ya se
comienza a hablar de las navidades que tienen marcado su inicio en el puente de
la Constitución pero que amenazan con llegar antes cada año y que traen el
final de año, los balances personales y un nuevo mes de enero cargado de
esperanzas y buenos propósitos destinados a desvanecerse en no más de quince
días.
La historia se repite así desde los años de los
años, (por lo menos, desde que yo tengo uso de razón) y quizás sea por los míos,
pero esto va cada vez más deprisa.
Como diría Mafalda, “Que paren el mundo que yo me
bajo”
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