Esta noche, o esta mañana, según se mire, pues he
amanecido a las dos de la tarde, se ha montado una buena en el salón de mi
casa.
Galileo, que charlaba amigablemente con Copérnico,
no dejaba de dar codazos y poner zancadillas a Aristóteles, mientras Darwin no paraba de observar todos y cada uno de los objetos que habitan sobre las
estanterías, incluidas las fotos familiares a las que supongo les hacía un
estudio genético.
Fray Alonso de la Fuente, quien intentó entrar a Marcelo,
cargado con albardas y demás complementos por el hueco de mi puerta, evidentemente
sin éxito, conversaba con Víctor Chamorro, a quien recriminaba, con mucha educación, su
idea de plasmar al inicio del libro su encuentro con Mohamed Algazal. ¿Y si hubiese salido mal?_ le decía. ¿Y si me hubiese matado al inicio de la
historia? El libro se habría quedado con quince páginas de texto y posiblemente
ni se habría publicado. ¡Menudo susto! Víctor, cigarro en mano y pausadamente,
le daba explicaciones sobre el porqué de ese y otros personajes.
Desde el fondo del salón, aunque no era muy lejos,
porque el salón de mi casa tiene poco fondo, Teresa tocaba su Stainer de 1762.
El sonido del violín invadía la sala y relajaba el ambiente. Blanca Busquets la
escuchaba sin dejar de mirarla sentada sobre el brazo del sofá.
De pronto sonó el teléfono. Luisa y Gabriel se
asustaron. No tienen la conciencia tranquila. Era la Marchesa Casati. Yo sabía
que llamaba para anunciar que D’Annunzio no podría asistir y para preguntar
cuál era la mejor hora para que ella pudiera hacer su triunfal entrada.
Menos mal que al descolgar el teléfono sólo sonó un
pi-pi-pi-piiiii. Por el número pude ver que era mi tía, y aunque no sabía qué
quería exactamente, le agradecí la llamada, pues consiguió sacarme de semejante
embrollo.
Sólo a mí se me ocurre invitar a mi salón a todos
los personajes con los que últimamente ando en tratos.
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