Mi abuela me contó una vez, que allá por el año 40, siendo
su hermana una adolescente y obedeciendo las órdenes de su madre, procedió a
matar un pollo, de los que entonces corrían por el corral.
Era la primera vez que lo hacía y tras atrapar al
ave, le propinó un corte en el cuello que no consiguió desprender del todo la
cabeza. Asustada, por la sangre que salía del animal, pero pensando que después
de esa masacre, el animal estaría muerto, lo soltó.
El pollo, con su último aliento de vida, salió corriendo
sin una dirección determinada, topando contra todos los objetos que se
encontraba en su improvisado camino y manchando de sangre todo aquello que se
encontraba a su paso, incluidas las paredes del patio.
La limpieza del patio y el blanqueo de las paredes,
unidos al susto, fueron suficiente castigo.
Al finalizar la historia mi abuela lo recapituló
todo en una frase:
“Los pollos sin cabeza, corren, pero no piensan”
Así me he sentido yo hoy, como un auténtico pollo
descabezado.
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