sábado, 19 de mayo de 2012

SÁBADO

Después de cinco días en los que mi conexión con la realidad se producía por el sonido de los diversos despertadores y de la televisión que amenizan el comienzo del día, en los que el momento de levantarme de la cama venía precedido por una exploración mental de mi cuerpo en búsqueda de algún dolor (flojito, claro) que me permitiera quedarme en la cama el resto del día, en los que miraba el despertador minuto a minuto con la esperanza de que el tiempo se detuviera y poder seguir durmiendo hasta saciarme, en los que, una vez fuera de la cama, el llegar al cuarto de baño, se convertía en una larga excursión y salir de él, en una tarea inalcanzable, en los que por más que intento correr, con más lentitud y torpeza me muevo y más deprisa se desplaza el segundero del reloj proporcionándome de forma continua la sensación de que voy tardííííísimo.
Después de todo eso, hoy es sábado, por fin es sábado. Al abrir los ojos, se escapa una mirada al reloj. Pero se convierte en una cuestión orientativa, me invade una sensación de indiferencia hacia el resultado que me ofrece. Remolonear, que es mi actividad favorita, es lo que hago en esos instantes. Vuelvo a cerrar los ojos y me doy media vuelta, a veces, en el intento de recuperar algún sueño que me resultaba agradable y en otras ocasiones, simplemente disfrutando del momento. Tiro de mis sábanas hasta que prácticamente tapan mi cabeza, y con la agradable sensación que me proporciona su tacto suave sobre mi cara, se me escapa una sonrisa. Muevo mi cabeza sobre la almohada buscando la mejor posición, como si fuese a permanecer ahí una larga temporada y necesitara estar más que cómoda. Muevo mis pies, palpando con ellos la temperatura del interior de la cama e intentando recuperar el lugar en el que estaban que es el más calentito. Y cuando todo está ya en su sitio, disfruto de esa felicidad con un estremecimiento con el que parece que quiera hundirme más en el colchón, aunque claro, con estos colchones modernos, hundirse, lo que se dice hundirse, es imposible.
Tras un tiempo indeterminado e incalculable, tanto por su cuantía como por su valor, salgo de la cama y me pongo en marcha.
En la cocina, mientras preparo el desayuno, voy haciendo un repaso mental de las cosas que tengo que hacer, de los amigos con los que he quedado y de lo que tengo que llevar a mi esperada reunión semanal con la familia. Y en la que voy y vengo del frigorífico a la tostadora me fijo en la puerta del lavadero, que parcialmente abierta me ofrece el paisaje más aterrador de todos los sábados. Cepillo, recogedor, cubo y fregona.
Odio las tareas domésticas. Las odio con toda mi alma. Además me da mucha rabia cuando escucho decir a alguien frases como: “Pues a mí, planchar me relaja”, “Yo disfruto mucho fregando el suelo”. Pero ¿cómo se puede relajar alguien planchando la manga de una camisa? Además de ser pequeña, por lo que no cabe la plancha dentro, se van formando arrugas a la vez que la intentas estirar y cuando crees que ya está toda lisita, le plantas la plancha encima, presionando bien y sacando todo el vapor y le terminas haciendo unas arrugas que quedarán marcadas como tatuajes. No lo entiendo.
Entonces, voy hacia el salón por si el ruido que me ha parecido escuchar, es el sonido del teléfono que quiere empezar a sonar con el objetivo de salvarme. Quizás haya surgido alguna emergencia que me permita desayunar, ducharme y salir de casa escapando de mis enemigos del perfecto sábado. Pero no, es mi subconsciente en un intento fallido de escapada.
Miro por la ventana, está lloviendo. Estos meteorólogos cada vez aciertan más. Lo llevan anunciando una semana.
Definitivamente no hay escusas. Desayuno, tareas domésticas, ducha y después podré disponer de mi tiempo.

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