¡Mamá, quiero aprender a tocar el piano!
La primera vez que lo dije, mi madre hizo como quien
oye llover. Ni puñetero caso.
Tras insistir varias veces en un corto período de
tiempo y por no escucharme más, mi madre hizo lo que cualquier madre, llevarme
a ver al profesor de piano.
Este, tras una breve prueba, dejó claro que aptitudes
innatas no tenía, por lo que resultaría más fructífero orientar mi don (si es
que lo tenía) hacia otro arte. Vamos las palabras exactas quiero recordar que
fueron: “Tiene una oreja enfrente de la otra”.
Todo lo que conseguí aprender es que la música es el
arte de combinar el sonido con el tiempo y ahí me quedé, porque yo ni arte, ni
combinación, y de sonido y tiempo, mejor ni hablamos.
Esta fue mi primera frustración, lo que pasa que por
esa época no se llevaba lo de ir al psicoterapeuta y lo de los traumas no
estaban de moda.
La segunda fue en el instituto, cuando una profesora
de lengua y literatura me dejó muy claro que yo redactaba muy mal. “Desde luego
debe usted pensar en dedicarse a cualquier cosa menos a escribir” fueron sus
palabras. Esta no fue una frustración en sí misma pues yo en ningún momento
había pensado en dedicarme a ello y después del consejo puse todos mis rezos en
la esperanza de que el pan que había de ganarme cada día cuando fuera adulta no
dependiera de los textos que tuviera que elaborar. Aunque he de reconocer que
el comentario no me sentó nada bien, para qué nos vamos a engañar.
Pasados unos años de todo esto, pongo por escrito
todo aquello que se me antoja y aunque no es mi sustento económico, me siento
la mar de a gusto haciéndolo y como la vida siempre da una segunda oportunidad
(en según qué cosas) ahora una de mis sobrinas comienza esta año su primer curso
en el conservatorio, con lo que supongo que tendré que estudiar música para
poder ayudarla en sus tareas para casa.
Quién sabe, quizá de aquí a unos años esté tocando
la viola (que es el instrumento elegido por ella), el piano o el instrumento que
se deje.
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