El miércoles
por la tarde recibí una llamada.
-¿Te apetece ir al teatro el viernes por la noche? Es en una localidad
cercana y el nombre de la obra “El crimen perfecto”
Acepté casi sin
pensarlo. La oferta me parecía más que buena, aunque desconocíamos el lugar de
la representación y la compañía de actores.
Hice varios
intentos para averiguar el sitio, pero todo lo que obtuve por respuesta fue que
era un pueblo pequeño, que cuando llegáramos allí, preguntásemos que sería
fácil, seguro que no había muchos sitios.
Aún así, nos
lanzamos a la aventura con las expectativas de pasar una agradable noche de
teatro.
Al llegar al
pueblo, efectivamente, era la suficientemente pequeño como para que nos diesen
las indicaciones necesarias, aunque al preguntar la gente nos miraba con cara
rara. El comentario a eso era evidente, somos los extraños que vienen al pueblo
y la gente nos mira como a los desconocidos turistas propios del mes de agosto.
Nos indicaron
muy amablemente para que nos dirigiéramos a un mesón, pues allí era donde iba a
tener lugar el acontecimiento.
Calle arriba,
calle abajo, vuelta por aquí, vuelta por allá y tras ver la iglesia por el
frontal y por las traseras, accedimos al local.
¿Es aquí donde se va a representar la obra “El crimen perfecto”? –pregunté
al camarero que estaba detrás de la barra. El hombre me respondió con una
pregunta que me quedó un poco fuera de juego -¿obra? –Sí- contesté yo.
Sin ofrecerme ninguna explicación que a mí me pareciera coherente, pero con
bastante simpatía, me invitó a que entrara en la terraza del local y que echara
un vistazo.
Cuatro críos
bailaban al son de una música que varios técnicos intentaban coordinar entre
ordenadores y altavoces. Ni una sola silla y ni rastro de un escenario.
Volví a entrar
con cierta sonrisa en mis labios y le dije al camarero que aquello tenía pinta
de ser un concierto o algo así.
-Sí señora, música de “pachangeo” al principio para los mayores y algo
más modernilla para la juventud, más tarde.
El nombre de lo
que nosotros pensábamos que era una obra, en realidad era el nombre del grupo
musical.
Como no
sabíamos donde encuadrarnos, si entre los mayores o entre los jóvenes, muertos
de risa por el error, salimos disparados en busca de una terraza para comentar
las mejores jugadas delante de alguna bebida refrescante.
La única
terraza que encontramos estaba llena de gente y sin mesas vacías. La noche no
tenía desperdicio. En este momento me recordé a mí misma veinte años atrás,
junto a mi mejor amiga diciendo una frase que entonces era nuestro lema “la
aventura es la aventura”.
De vuelta al
coche encontramos una tiendecilla en una esquina que ofrecía granizada para
llevar. Pedimos la clásica de limón y añadimos algo más de aventura a la noche
probando una que llevaba un chorreón de productos químicos que le daban a la
granizada un toque ácido de sabor a fresa. Estaba buena.
Una vez en casa
y mucho más temprano de lo planeado, un libro y una copa de champán pusieron el
broche final a una noche que si no fue de crimen, desde luego fue perfecta.
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