Donde la turba se mezcla con la sin razón y la incomunicación,
donde las hostias vuelan a izquierda y derecha y da igual quién las de, porque todos
tenemos derechos y todas duelen por igual, donde aparecen, a veces sin que
nadie los llame, los que van a romper y también les da igual, porque rompen
todo lo que entallan, incluida alguna cabeza, donde sucede todo eso, yo me
paralizo. Me cuesta pensar. No sé si por egoísmo o por puro instinto de
supervivencia, busco la vía más rápida para ponerme a salvo, aunque no siempre
es la más efectiva, porque mi pensamiento se ofusca.
Justo o injusto, ni siquiera lo sé. Yo sólo pasaba
por allí, al igual que hace unos años pasaba por la Avenida Zumalakarregi
cuando la ertzaintza cargaba sus armas contra unos manifestantes y yo corría para
ponerme a salvo en un portal que tuve la suerte de encontrar abierto y al que
llegué con tres metros de lengua fuera y el corazón a mil por hora.
Hoy era en Plaza Castilla, en Madrid y a la una del
mediodía. Mientras, siete kilómetros hacia el sur, en el Congreso de los
Diputados otra muchedumbre hacía cola para dar su último adiós a D. Adolfo
Suárez González, primer presidente de la Democracia española y una figura clave
en la transición. Totalmente paradójico.
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