Esta frase me hizo mucha gracia, cuando la dijo un
compañero de clase que vivía en un piso de alquiler en Cáceres, mientras yo
vivía en una residencia que contaba con calefacción.
Tiempo después, cuando no me pude llevar esa
calefacción a los demás sitios, en los que por diversas circunstancias he
vivido, la frase en sí, tomó otro cariz. Seguía resultando graciosa, pero
menos, porque entonces, era a mí a quien saludaban los pingüinos y mi propia
respiración producía vaho en el interior de mi vivienda.
Siempre fui friolera y la edad no mejora este tipo
de cosas; ahora lo soy mucho más.
Salvo por algún fin de semana romántico en alguna lejana
cabaña, rodeada de nieve, y con una buena chimenea, no le encuentro la gracia
al invierno.
En esta época, estar en casa, supone un continuo
abrir y cerrar de puertas para que el calor que emana de mi calefacción no se
vaya a lugares poco transitados, como la cocina o las habitaciones con poco
uso. Eso se llama ahorro energético, aunque resulte un auténtico coñazo.
Salir de la cama requiere un tiempo extra, para
acomodar tanta ropa sobre el mismo cuerpo, y tiene su consecuencia directa, normalmente,
la dificultad de movimientos. Aunque también podemos añadir el aburrimiento de
la pareja, si llegado el momento preciso, para alcanzar la parte interesante, tiene
que quitar tanta capas como las de una cebolla y al sentir el roce de los gélidos
pies, un escalofrío le recorre la columna vertebral, dejando el estado de ánimo
a media asta.
Además de todo eso, mis manos y mi nariz, suelen ser
las partes más perjudicadas, pues “gato con guantes no caza”, y todavía no han
conseguido poner de moda ninguna prenda que tape y caliente la nariz de forma
efectiva, lo que hace que permanezcan heladas durante, prácticamente, todo el
invierno.
Dicho así, puede parecer un poco exagerado si no se
vive en el polo norte, pero yo tolero muy poco el frío, porque paraliza mi
cerebro y un alto porcentaje de mis músculos, lo que me puede mantener en un
estado de aletargamiento que requeriría hibernación, cuestión que la sociedad
actual no me permite.
Analizado todo esto, ahora se puede entender que tengo
una imperiosa necesidad de que llegue la primavera, pero esa parte de la primavera
más cercana al verano; la que me permite tener mis puertas y ventanas abiertas
durante algunas horas al día y pasar las noches al cobijo de mi fantástico
edredón. Esa época del año en la que no hay tanto contraste de temperatura al
entrar y salir de los sitios y que mi abuela llamaba la “época de los tontos”,
debido a que “mira ese tonto cómo va” era
el comentario habitual de unas personas a otras sobre la discrepancia en la
vestimenta, saliendo unos ya con ropa de verano y otros todavía con ropa de
invierno.
Adoro esa época, porque, además, anuncia la eminente
llegada del añorado verano.
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