sábado, 1 de febrero de 2014

LA ÉPOCA DE LOS TONTOS

“Cuando llego a casa, los pingüinos me saludan desde el final del pasillo.”
Esta frase me hizo mucha gracia, cuando la dijo un compañero de clase que vivía en un piso de alquiler en Cáceres, mientras yo vivía en una residencia que contaba con calefacción.
Tiempo después, cuando no me pude llevar esa calefacción a los demás sitios, en los que por diversas circunstancias he vivido, la frase en sí, tomó otro cariz. Seguía resultando graciosa, pero menos, porque entonces, era a mí a quien saludaban los pingüinos y mi propia respiración producía vaho en el interior de mi vivienda.
Siempre fui friolera y la edad no mejora este tipo de cosas; ahora lo soy mucho más.
Salvo por algún fin de semana romántico en alguna lejana cabaña, rodeada de nieve, y con una buena chimenea, no le encuentro la gracia al invierno.
En esta época, estar en casa, supone un continuo abrir y cerrar de puertas para que el calor que emana de mi calefacción no se vaya a lugares poco transitados, como la cocina o las habitaciones con poco uso. Eso se llama ahorro energético, aunque resulte un auténtico coñazo.
Salir de la cama requiere un tiempo extra, para acomodar tanta ropa sobre el mismo cuerpo, y tiene su consecuencia directa, normalmente, la dificultad de movimientos. Aunque también podemos añadir el aburrimiento de la pareja, si llegado el momento preciso, para alcanzar la parte interesante, tiene que quitar tanta capas como las de una cebolla y al sentir el roce de los gélidos pies, un escalofrío le recorre la columna vertebral, dejando el estado de ánimo a media asta.
Además de todo eso, mis manos y mi nariz, suelen ser las partes más perjudicadas, pues “gato con guantes no caza”, y todavía no han conseguido poner de moda ninguna prenda que tape y caliente la nariz de forma efectiva, lo que hace que permanezcan heladas durante, prácticamente, todo el invierno.
Dicho así, puede parecer un poco exagerado si no se vive en el polo norte, pero yo tolero muy poco el frío, porque paraliza mi cerebro y un alto porcentaje de mis músculos, lo que me puede mantener en un estado de aletargamiento que requeriría hibernación, cuestión que la sociedad actual no me permite.
Analizado todo esto, ahora se puede entender que tengo una imperiosa necesidad de que llegue la primavera, pero esa parte de la primavera más cercana al verano; la que me permite tener mis puertas y ventanas abiertas durante algunas horas al día y pasar las noches al cobijo de mi fantástico edredón. Esa época del año en la que no hay tanto contraste de temperatura al entrar y salir de los sitios y que mi abuela llamaba la “época de los tontos”, debido a que “mira ese tonto cómo va” era el comentario habitual de unas personas a otras sobre la discrepancia en la vestimenta, saliendo unos ya con ropa de verano y otros todavía con ropa de invierno.
Adoro esa época, porque, además, anuncia la eminente llegada del añorado verano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario