Ayer los recuerdos volvían a mi mente de forma constante. No tenía ganas, no podía ocuparme de ellos y los fui apartando una y otra vez. Pero no lo hacía de un plumazo, ni dándoles un empujón de cualquier manera, los apartaba como quien vuelve a colocar en la estantería una delicada caja que corre el riesgo de abrirse y caer al suelo. Lo hacía con mimo, como diciéndoles: luego, luego me ocuparé de vosotros.
A mediodía, las noticias se hacían eco del
aniversario. “Aniversario” curiosa palabra que hasta un año después de aquella
masacre, para mí, siempre había tenido connotaciones positivas.
Tampoco era el momento y no comía sola. No me
apetecía que se convirtiera en tema de conversación.
Por la tarde, pude salir temprano del trabajo y tras
instalar un sofá y realizar unos ajustes contables, di por finalizada la
jornada. Podría leer un rato y terminar el último libro del verano.
Bien acomodada, al inicio de la lectura y entre
llamadas y mensajes, ya no pude apartarlos más y ocuparon todo el espacio que
llevaban reclamando todo el día.
Entonces vivía sola. Recuerdo el momento en que aquel día
llegué a casa y tal y como hacía habitualmente encendí el televisor con la
intención de ir a la cocina para servirme la comida. Se quedó en la intención,
el telediario daba la noticia en directo “América under attack” y yo de pie
junto a la mesa no podía creer lo que estaba escuchando. En ese mismo instante
hacía impacto el segundo avión. Totalmente atónita, conseguí alcanzar una
silla, y sentada, prácticamente dejada de caer sobre la mesa, coloqué la cabeza
sobre mis brazos.
No sé el tiempo que estuve en esa posición, supongo
que esperaba que alguien dijera que esos eran los nuevos efectos especiales
incluidos en alguna película de las superproductoras americanas.
Tras un rato sonó el teléfono y al descolgar, un
grito y un llanto desconsolado sonaron al otro lado de la línea, desde
Washington, a seis mil kilómetros de distancia. Cómo duele la distancia y la
impotencia de la que te carga. Mi sobrina, mi ahijada, no aparecía. Han atacado
el edificio del Pentágono, han desviado los autobuses escolares y la niña no
aparece. Me volví a sentar, apreté mi estómago con el brazo que tenía libre y
como pude me tragué el miedo y el dolor y empecé a decir palabras que tenían
como objetivo tranquilizar a su madre. De fondo se escuchaba bullicio. Algunos
vecinos estaban con ella. Pude entender palabras sueltas “Don´t cry” “Wait”
“News A.S.A.P.” “Hope” (No llores. Espera. Noticias pronto. Esperanza). Ella no
paraba de llorar y decirme que estaba sola. No lo entendía, yo escuchaba gente
a su alrededor y ella gritaba que estaba sola. A lo lejos escuché el sonido de
un teléfono, y de pronto un “luego te vuelvo a llamar” precedió a un pitido que
atravesó mi tímpano y colapsó mi cerebro.
Fueron tres horas de incertidumbre en las que los informativos
no paraban de ir dando novedades cada vez más catastróficas. Las imágenes eran
impactantes y mi soledad y la falta de noticias de los míos, en ese momento, me
hacían mucho daño. Yo intentaba hablar con ella, pero las líneas telefónicas
estaban saturadas. No era posible la comunicación.
Cuando mi teléfono volvió a sonar llegaron penas y
alegrías. La niña estaba en un pabellón deportivo donde habían derivado al
alumnado de varios colegios, su hermano estaba con ella, estaba a salvo, pero
su padre… él trabajaba en las instalaciones del Pentágono. Fue uno de los
heridos del atentado que después de nueve días pasó a formar parte de las 184
víctimas mortales de aquel acto terrorista.
Doce años después, sigue doliendo. Lo hace de otra
forma, pero, a veces, lo hace demasiado a menudo, cada vez que se repiten las
masacres en esos países donde se sigue viviendo el conflicto, cada vez que
aparecen imágenes cargadas de dolor, como las que se exponen en el World Press
Photo Madrid que mencionaban hoy en el telediario de las tres. Demasiadas
pérdidas, demasiadas familias rotas por continuados actos sin sentido.
Demasiados días para recordar.
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