jueves, 12 de septiembre de 2013

11 DE SEPTIEMBRE


Ayer los recuerdos volvían a mi mente de forma constante. No tenía ganas, no podía ocuparme de ellos y los fui apartando una y otra vez. Pero no lo hacía de un plumazo, ni dándoles un empujón de cualquier manera, los apartaba como quien vuelve a colocar en la estantería una delicada caja que corre el riesgo de abrirse y caer al suelo. Lo hacía con mimo, como diciéndoles: luego, luego me ocuparé de vosotros.
A mediodía, las noticias se hacían eco del aniversario. “Aniversario” curiosa palabra que hasta un año después de aquella masacre, para mí, siempre había tenido connotaciones positivas.
Tampoco era el momento y no comía sola. No me apetecía que se convirtiera en tema de conversación.
Por la tarde, pude salir temprano del trabajo y tras instalar un sofá y realizar unos ajustes contables, di por finalizada la jornada. Podría leer un rato y terminar el último libro del verano.
Bien acomodada, al inicio de la lectura y entre llamadas y mensajes, ya no pude apartarlos más y ocuparon todo el espacio que llevaban reclamando todo el día.
Entonces vivía sola. Recuerdo el momento en que aquel día llegué a casa y tal y como hacía habitualmente encendí el televisor con la intención de ir a la cocina para servirme la comida. Se quedó en la intención, el telediario daba la noticia en directo “América under attack” y yo de pie junto a la mesa no podía creer lo que estaba escuchando. En ese mismo instante hacía impacto el segundo avión. Totalmente atónita, conseguí alcanzar una silla, y sentada, prácticamente dejada de caer sobre la mesa, coloqué la cabeza sobre mis brazos.
No sé el tiempo que estuve en esa posición, supongo que esperaba que alguien dijera que esos eran los nuevos efectos especiales incluidos en alguna película de las superproductoras americanas.
Tras un rato sonó el teléfono y al descolgar, un grito y un llanto desconsolado sonaron al otro lado de la línea, desde Washington, a seis mil kilómetros de distancia. Cómo duele la distancia y la impotencia de la que te carga. Mi sobrina, mi ahijada, no aparecía. Han atacado el edificio del Pentágono, han desviado los autobuses escolares y la niña no aparece. Me volví a sentar, apreté mi estómago con el brazo que tenía libre y como pude me tragué el miedo y el dolor y empecé a decir palabras que tenían como objetivo tranquilizar a su madre. De fondo se escuchaba bullicio. Algunos vecinos estaban con ella. Pude entender palabras sueltas “Don´t cry” “Wait” “News A.S.A.P.” “Hope” (No llores. Espera. Noticias pronto. Esperanza). Ella no paraba de llorar y decirme que estaba sola. No lo entendía, yo escuchaba gente a su alrededor y ella gritaba que estaba sola. A lo lejos escuché el sonido de un teléfono, y de pronto un “luego te vuelvo a llamar” precedió a un pitido que atravesó mi tímpano y colapsó mi cerebro.
Fueron tres horas de incertidumbre en las que los informativos no paraban de ir dando novedades cada vez más catastróficas. Las imágenes eran impactantes y mi soledad y la falta de noticias de los míos, en ese momento, me hacían mucho daño. Yo intentaba hablar con ella, pero las líneas telefónicas estaban saturadas. No era posible la comunicación.
Cuando mi teléfono volvió a sonar llegaron penas y alegrías. La niña estaba en un pabellón deportivo donde habían derivado al alumnado de varios colegios, su hermano estaba con ella, estaba a salvo, pero su padre… él trabajaba en las instalaciones del Pentágono. Fue uno de los heridos del atentado que después de nueve días pasó a formar parte de las 184 víctimas mortales de aquel acto terrorista.
Doce años después, sigue doliendo. Lo hace de otra forma, pero, a veces, lo hace demasiado a menudo, cada vez que se repiten las masacres en esos países donde se sigue viviendo el conflicto, cada vez que aparecen imágenes cargadas de dolor, como las que se exponen en el World Press Photo Madrid que mencionaban hoy en el telediario de las tres. Demasiadas pérdidas, demasiadas familias rotas por continuados actos sin sentido. Demasiados días para recordar.

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