Hoy he tenido que salir a buscarme unos zapatos.
A pesar de lo que se diga por ahí sobre las mujeres,
yo odio salir de compras. Ya, ya sé, eso dicen todas las mujeres. Pues me da
igual, lo sigo odiando y como la mayoría de las cosas que odio, las voy
posponiendo hasta que la necesidad es tan inminente como la de hoy, que tras
salir del trabajo a las ocho de la tarde me he recorrido a toda velocidad la
mitad de las zapaterías de Mérida, antes de que cerraran, pues los necesitaba
para mañana a las ocho.
La cuestión era sencilla, o al menos a mí me lo
parecía.
- Busco un
zapato clásico, negro, de medio tacón, sin “ziringoncias” que lo adornen y a
ser posible de mi número. Deben ser cómodos, pues tengo que estar doce horas de
pie en un evento oficial.
No sé qué parte era la más difícil, si lo de
clásico, lo de negro, lo de medio tacón o lo de mi número, que dicho sea de
paso ya no es tan raro, porque calzo un cuarenta y eso, hoy por hoy, es
bastante común.
Así de principio, lo primero que me han ofrecido
tenía al menos dos centímetros de plataforma y unos doce de finísimo tacón.
Mi cerebro me decía: ¿Hablaré chino? ¿O es que tengo
cara de imbécil y pretenden darme gato por liebre pensando que no me voy a
dar cuenta?
Mis ojos se han salido de mi cara al ver semejante “andamio
individual” y de forma casi instantánea se me escapó un: ¡Oiga! ¿Con esto
regalan un manual de prevención de riesgos laborales? Mire usted que la
administración pública es muy estricta con esos temas.
Evidentemente he vuelto a mi casa sin los, tan
necesarios, zapatos. En su lugar venía un bote de tinte negro para intentar
darle un lavado de cara a unos que originalmente eran de color marrón y que
mañana, a la luz del sol, Dios dirá de qué color han quedado.
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