Anoche al llegar a casa me dieron un susto del
quince.
Se unieron dos parámetros importantes: uno, que el
pasillo que da acceso a mi casa desde el ascensor tiene un recoveco muy propio
para escondites y dos que soy asustadiza por naturaleza.
Al meter la llave en la cerradura ya en la oscuridad
de la noche y con la luz apagada por efecto del temporizador alguien pronunció
mi nombre casi en tono de susurro.
Todo en uno salté, grité, me giré y me golpeé la
cabeza contra la puerta. Vamos, un espectáculo.
Era Joaquín, pero el susto ya no me lo quitaba ni
Dios.
Joaquín es un chico venezolano, con serios problemas
económicos y no sé (porque nunca he preguntado) si legales, que en una ocasión
y por mediación de Malena vino a parar a mi casa, en régimen de acogimiento con
alojamiento y desayuno, durante una noche que tenía que pasar en Mérida en su viaje
hasta Madrid, donde una ONG podía hacerse cargo de él a partir del día
siguiente.
Tiempo después y volviéndose a encontrar en una
situación similar Joaquín vuelve a Mérida en busca de Malena y ante las
dificultades para encontrarla porque nadie le ha dicho que ella ya no está, que
falleció en julio, recurre a la última dirección que recuerda, la mía, donde
permanece toda la tarde a la espera de que yo aparezca.
En ese momento, mi cabeza se convierte en un
torbellino de ideas. Me puede robar, le puede pasar algo que no me está
contando, puedo meterme en líos legales, etc. Apenas lo conozco y no sé con qué
intenciones viene. Esta noche estoy sola y no tengo el respaldo de nadie ¿Cómo
hacía Malena para no pensar en estas cosas? Durante unos instantes pienso en
ella y la echo tanto de menos que me duele físicamente.
Me lío la manta a la cabeza y le digo que pase. Le
enseño la habitación que ya conoce, le saco toallas limpias y un pijama de
caballero que le va grande por tres tallas y se lo dejo todo en el cuarto de
baño.
Mientras se ducha y a pesar de que es muy tarde, le
preparo algo para cenar; una ensalada, una tortilla francesa, pescado a la
plancha y un par de piezas de fruta. Yo para estas cosas siempre soy un poco
exagerada y el muchacho pensó que iba a cenar con él, sin saber que yo ya venía
cenada de fuera.
En el transcurso de la cena, invento cosas que hacer
para evitar estar sentada mirándolo fijamente y leyendo su mente, que como un
libro abierto mostraba los miedos, la inseguridad y la incertidumbre sobre su
futuro más próximo.
Como quien ha finalizado las tareas del día, me
siento frente a él e inicio la conversación sin tener muy claro si le apetece
hablar o simplemente prefiere encerrarse en su silencio y rezar; observo que es
católico practicante porque se ha santiguado al entrar en casa y antes de
empezar a cenar.
Me cuenta de la situación de su familia, de cómo
vuelve a encontrarse en la misma situación por segunda vez por tener que haber
vuelto a Venezuela por el estado de salud de uno de sus hijos, de cómo fue su
vida el tiempo que estuvo en Madrid y cuando lo trasladaron a Sevilla y cómo
una grieta burocrática le ha permitido volver a entrar en España en una
situación que dista mucho de la legalidad.
Se relaja en la conversación y aborda temas más
íntimos en cuanto a sentimientos ante las situaciones vividas y termina
pidiendo perdón por todo lo que me está contando que según él es una historia
aburrida y carente de interés.
Así nos dan las tres de la madrugada, el necesitaba hablar
y yo necesitaba escuchar.
Por la mañana, mientras voy preparando el desayuno,
Joaquín se está duchando. Me ha pedido permiso para ducharse otra vez. Quiere
estar limpio, tener buena presencia. No soporta que la gente lo mire o se
aparten de él como si tuviera alguna enfermedad. Es él, el mismo Joaquín de
antes, al que la gente iba a buscar cuando tenía algún problema, es el mismo
médico, sólo que aquí no puede ejercer y allí no tiene donde hacerlo.
No tengo ni la más remota idea sobre la forma de afrontar
su problema, ni contactos a los que acudir que estén relacionados con temas de
inmigración. La policía no es una opción. Decido llamar a Toni, él estaba más
relacionado con los temas sociales de Malena y quizá nos pueda echar una mano.
Después de varias llamadas y transcurridas unas dos
horas, le preparo cuatro bocadillos, le doy una nota con el nombre de una
persona de contacto en Madrid y un número de teléfono.
Pongo en su mano cincuenta euros, sin posibilidad de
réplica, por si tiene que buscar alojamiento en Madrid; esto le ofrece un
margen de cuarenta y ocho horas por si tiene dificultades para encontrar a esta
persona. Dormir en la calle es una de
las cosas que más le aterran.
Toni nos espera en la estación de autobuses con un
billete de ida hacia un futuro incierto.
En la despedida le deseo la mejor suerte del mundo
desde lo más hondo de mi corazón, y cuando pierdo de vista el autobús mi
congoja rompe en un llanto desconsolado.
No lo entiendo, no es justo, me duele y quisiera que
Malena hubiera estado aquí. Ella estaba hecha de otra madera.
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