Hace quince años, con mis veinticinco recién
estrenados, pensaba que me iba a comer el mundo y faltó poco para que fuera el
mundo el que me comiera a mí.
Aquella fatídica noche aprendí a mirar al miedo de
frente y a ser consciente de los riesgos que nos acechan día a día, aunque
aquello me costara varios meses de pesadillas y despertares sobresaltados.
Esa lluvia que azotaba nuestra región en tan sólo
una noche, mientras yo transitaba por carreteras cortadas por improvisados
ríos, produjo daños, tanto materiales como personales que dejaron huellas
imborrables.
Quince años después todavía se me encaja la
mandíbula y aprieto los dientes cuando conduzco mientras llueve y hace viento.
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