A quince días de su jubilación un ictus golpeo su
cerebro sin piedad. Perdió el habla, la movilidad y la psicomotricidad.
A punto de comenzar a vivir, la vida se le escapaba
por entre las vallas de la cama del hospital.
Consciente, demasiado consciente de todo, rechazaba
visitas.
La pena, la rabia y la impotencia dominaban la
pequeña parcela de su cuerpo sobre la que todavía tenía control.
Con un adecuado tratamiento hubo estabilidad. Una
increíble fuerza de voluntad y el cariño de los suyos fueron dando resultados y
fue recuperando el control. Poco a poco volvía a tener autonomía, y aunque de
forma lenta, iba consiguiendo pequeños avances: palabras coherentes,
movimientos coordinados, comer sólo, caminar ayudado sólo de un tacataca, ir al
baño, frases enlazadas… Cada día suponía un nuevo reto.
La primera visita de uno de los compañeros de
trabajo puso en su cabeza un discurso que le salió casi de corrido: “quiero
volver; tengo que volver; ese es mi proyecto, quiero estar ahí; sé que me
necesitan; nadie se va a ocupar si no vuelvo; esto tiene que seguir haciéndose
bien, hay muchas personas implicadas. Lo puedo hacer de forma voluntaria".
Su jubilación se había hecho efectiva mientras él
permanecía inmóvil en el hospital.
-Es curioso, hay veces que
tienes que perseguir a los compañeros para que se tramiten algunos documentos y
ahora que no había nadie para reclamar nada ni para presionar, esos documentos
avanzaron de mesa en mesa, como si un duende nocturno los hubiese ido poniendo
en el lugar adecuado para que plasmaran las firmas y se ejecutara la sentencia.
La respuesta a su petición fue sutil, aunque
negativa.
-Estas jubilado y tienes que recuperarte. Ahora tus
preocupaciones deben ser otras.
Resignado, obedece y se retira. Sigue su
rehabilitación y sigue su vida.
El jueves recibe una llamada: -Te necesitamos. Todo
el mundo está muy ocupado y mañana hay que clausurar unas jornadas. ¿Podrías
ir?
Sentimientos encontrados. Por un lado, “iros a la
porra”, por otro lado “por fin, me dejan volver”. Vence la segunda.
Consciente de sus limitaciones, sin tiempo para
preparar nada, pero conociendo aquel proyecto mejor que nadie, el viernes sube
al escenario de un salón de actos lleno de alumnos de Bachillerato y FP y dando
las explicaciones justas sobre el por qué de su rara forma de hablar, nos transmitió
tanta ilusión y emoción sobre el proyecto, que el aplauso final retumbó en
paredes y ventanas. Puso un perfecto punto y final al día y a la semana.
Funcionario de toda la vida y nadie fue capaz de
doblegar sus iniciativas ni de que se acomodara. Técnico, que no político.
Considerado rebelde por decir las cosas como son. Implicado y responsable con
los proyectos en los que se embarcaba y nunca pendiente de una cámara, de un
reconocimiento público ni de una medalla en la solapa. Para eso ya estaban los
jefes. Él, siempre abajo, a pie de cañón, activo, preparado para la incesante batalla.
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